lunes, 9 de abril de 2012

Historias de Semana Santa


Y se acabó la Semana Santa. He de admitir que no soy una forofa de las procesiones tan típicas de estas fechas, pero me gusta ir a verlas. ¿Que por qué? Pues por la gente. Cuando se juntan tantas personas en un mismo lugar esperando una misma cosa ocurren muchas cosas, y me encantan.

Por ir desmigando el asunto poco a poco, debería empezar por el medio de transporte por excelencia: el bus. Paradas llenas de gente con sus itinerarios, cochecitos de niños y abuelas incluidas en el lote; buses a reventar de personas estampadas contra las puertas; y conversaciones de todo tipo en un espacio reducido. A Menganito le gusta mucho tal procesión, Fulanita sale de nazarena en tal otra, a Pepito le encanta recoger cera de los nazarenos... Ya te puedes imaginar.

Cuando llegas al centro, la preocupación básica de todo grupo de gente que se precie es encontrarse con las personas con las que has quedado. Y no te vayas a creer, no es fácil encontrar a alguien aunque esté a dos pasos de ti. Al final, después de toques, mensajes, levantamiento de manos con móviles iluminados, paraguas o botellas de agua (dependiendo de la ocasión), consigues tu objetivo.

Lo siguiente, y lo más peliagudo para ciertas personas, es encontrar las calles por las que pasan las procesiones. Parece mentira, pero después de pasar años en una misma ciudad, es en Semana Santa cuando empiezas a conocer los nombres y la localización de determinadas calles del centro. Es cuando aprendes realmente a callejear para poder pillar una procesión sin tener que pasar por otras calles por las que pasan otras procesiones. Eso, querido lector, es todo un arte "semana-santero".

¿Y qué pasa cuando entra el hambre? Hay dos opciones: o te compras un bocata en una tienda llena hasta los topes de gente que le ocurre lo mismo que a ti, o bien te traes un bocadillo de casa. La segunda opción suele ser más recomendable, siempre y cuando el bocata sea de cosas normales, como salchichón o mortadela. En una ocasión tuve al lado a una niña pequeña que se había hecho un bocadillo de sardinas en lata y no le había envuelto bien, por lo que las sardinas se esparcieron por doquier dentro del bolso de su madre...

Y ya es hora de volver. A esperar de nuevo el bus, con dolor de pies y ese silencio tan particular del cansancio. Los niños van ya dormidos, con sus globos de muñecos atados al cochecito y el tambor o la trompeta olvidados ya (¡por fin!) dentro de algún bolso.

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