jueves, 4 de octubre de 2012

De frenazos y vaivenes


Como los lectores más fieles de mi blog, ya sabrás que me encantan los viajes en bus. Bueno, no siempre. Hay días que tarda en venir, que va lleno y no te puedes subir o que, simplemente, no te dejan donde quieres y cuando quieres. Pero sí es cierto que, de una manera u otra, le acabo pillando el encanto por la gente que viaja contigo y que, de otra manera, no verías.

¿Y a qué viene esto? Pues a una cosa que me ocurrió hace un tiempo y que me ha venido de nuevo a la cabeza, y que quiero compartir contigo.

Un mediodía cogí el bus de vuelta a casa después de una mañana agotadora. Al no haber asiento, me quedé de pie en un rincón para no estorbar mucho. Parecía un viaje normal.

Hasta que en la parada siguiente, la de la universidad, se subió una muchacha con una carpeta. La típica estudiante si no fuera por su indumentaria. Su atuendo parecía más propio de una pasarela que de ir a clase: taconazos rosas, leggins de leopardo, minifalda rosa, camiseta cortilla de leopardo y chaquetita amarilla que no se había terminado de poner sobre los hombros para lucir moreno. Completando el look, llevaba en el brazo un bolso también de estampado de leopardo y tres kilos de maquillaje en la cara. Ya llamaba la atención por su aspecto, pero además desde que se subió al autobús no paró de hablar por el móvil. Bueno, más que hablar, gritar, porque todos nos estábamos enterando de la conversación, llena de "pues sí, tía, superfuerte" entre otras coletillas.

Y el autobús se pone en marcha de nuevo. La chica, con la carpeta en una mano, el móvil en la otra, el bolso colgando, la chaqueta que no le da amplitud a los brazos, se tambalea. "Ay, ostras que me mato" exclama a viva voz. Pero lejos de ponerle remedio, sigue igual. Cada frenazo, cada vaivén, cada parada del bus traslada a nuestra amiga varios metros dentro del vehículo. La gente comienza a apartarse de su trayectoria, igual que se alejarían de un péndulo sin control. "Ay, tía, este conductor va a acabar tirándome al suelo, conduce fatal. Habría que denunciarlo" exclama ahora. Los demás pasajeros nos miramos con las cejas levantadas.

Una abuela, previendo el peligro, le cede su asiento, y la chica corre a sentarse. "Menos mal, ya me veía en el suelo. Superfuerte, tía". Ni una palabra de agradecimiento a la señora, que mostraba un equilibrio mucho mejor que el de la muchacha y se bajaba unas pocas paradas después.

Y, por fin, la chica llega a su destino. Sin darle al botón de parada y gritando "ostras tía, mi parada!!" se levanta de un salto y se baja quejándose de nuevo del conductor que "no se entera de nada". Cuando las puertas se cierran, el silencio se extiende por los viajeros, que nos miramos de nuevo con sonrisa cómplice. El único sonido, el suspiro de alivio del conductor.

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